Sílice (VI)

VI

Cuando Ricardo volvió del trabajo, se encontró a su mujer caminando de un lado a otro. En las manos le temblaban el teléfono inalámbrico y el celular. Entonces lo miró a él directamente, con los ojos llorosos, y Ricardo comprendió que las cosas no andaban muy bien que digamos.
―¿Qué pasa, Gaby?
―Fiona. No contesta.
―El examen era ayer, ¿no?
―Eso es justamente lo que me preocupa. Ella nunca hace estas cosas. Ya tendría que haber llamado.
―Bueno, tranquilizate. Seguro que hay una buena explicación.


Ricardo llamó a la facultad, y después de tenerlo como bola sin manija le informaron que su hija, señor Morandi, no se presentó al segundo final.
Inmediatamente compraron dos pasajes de avión a Córdoba, para el mismo día.


Golpearon, tocaron timbre y miraron por las ventanas. Ricardo decidió forzar la cerradura.
No vieron nada raro. Salvo que en la pileta de la cocina se apilaban platos sin lavar, cosa que nunca sucedía con Fiona. Fiona, que ahora no aparecía por ninguna parte.
Llamaron a la Policía. Mientras los esperaban, Ricardo contuvo a Gabriela, pero él tampoco estaba muy entero.
Los oficiales formularon las preguntas de rigor, y con una lentitud exasperante prepararon la búsqueda.
Por una cosa parecida que había visto en la tele, a Gabriela se le ocurrió ir a hablar con los compañeros de facultad de Fiona y organizar una marcha. Los chicos enseguida convocaron a los medios. Los noticieros locales y nacionales hablaron del caso. Toda la ciudad participó.
Y nada. Tres, cinco días sin noticias de Fiona Morandi.


Un empleado judicial vaciaba el departamento de un ambiente que había ocupado la joven Capristo. Entre sus pertenencias había documentos que la sindicaban como propietaria de un chalet ubicado a dos cuadras. Con un cerrajero de la Policía, el empleado fue a ver en qué condiciones se encontraba la vivienda.
Lo sorprendió descubrir una mochila cerca de la entrada. Pero más lo sorprendió encontrarse con un celular roto, al lado de la chimenea. Recorrió las habitaciones: todas estaban abiertas.
Todas, menos el baño.
Entró con sigilo. Un olor rancio le obligó a arrugar la nariz. Cuando vio a la mujer acurrucada en un rincón de la bañera, el empleado casi sale corriendo.
¿Estaba muerta?
La cabeza le caía lánguida sobre el pecho, una cortina de grasiento pelo le tapaba la cara. Se acercó a ella, le agarró la pera con cuidado y le alzó la cabeza. Sintió que se ponía pálido. Demacrada, desnutrida y con una expresión de horror indescriptible, la chica que todos buscaban seguía apenas con vida.


Los médicos del hospital dijeron que, si hubiera pasado un día más así, no la contaba. Fiona quedó internada en terapia intensiva. Y, aunque no había despertado, las expectativas eran buenas.
—Todavía no hablemos con Cata —le comentó Ricardo a Gabriela cuando lograron calmarse un poco—. No la preocupemos. A la distancia, estas cosas son más difíciles de asimilar.
Ahora, más tranquilo, suponía que todo aquello propiciaba la reconciliación de su mujer con su hija mayor.
―¿Por qué no la llamás vos a Cata y le contás todo, Gaby?
―¿Yo? ¿A Catalina?
―Después de todo sos su madre, ¿no?
Gabriela salió de la habitación. Buscó en la agenda de su celular el número que les había pasado Catalina por correo electrónico. En el mismo correo aclaraba ―con subrayado, mayúsculas y negrita― que la llamasen sólo por alguna emergencia.
Llamó y esperó. Catalina atendió como a los diez timbrazos:
―Te dije que no me llamaras, mamá.
―Ya sé lo que dijiste ―contestó Gabriela con sequedad―. Si te llamo, es porque no me queda otra. Tu hermana tuvo un accidente. No sabemos qué pasó. Estuvo desaparecida unos días, y la encontraron medio muerta en el baño de una casa abandonada.
―Ah, bueno. ¿Pero ya está bien? Eso no es ninguna emergencia.
―Más o menos. Le están pasando suero, pero todavía no se despertó.
―Ah, pero va a estar bien.
―Los médicos creen que sí. No te avisamos antes para que no te preocuparas. Sabemos que a Fiona la querés.
―Sí. Bueno. Me alegro que esté mejor… ¿Cómo está Sílice?
Hasta ahí llegó la paciencia de Gabriela.
―Que cómo está Sílice. Tu hermana casi se muere, y a vos lo único que te preocupa es cómo está ese gato de porquería. No sé cómo está. ¡Ojalá que lo haya reventado un camión, pendeja de mierda! No sé a quién saliste.
Catalina cortó.
Alarmado por el llanto de su mujer, Ricardo salió al pasillo.
―¿Qué pasó, Gaby?
―Pregunta cómo está Sílice ―dijo Gabriela temblando―. ¿Lo podés creer? Ni le importó lo que le pasó a la hermana. Y encima vos, meta apañarla.
Gabriela no aguantó más, y hubo que llevarla a la guardia.
Ricardo salió a la vereda y llamó por teléfono a Cata.
―Hola, qué novedades ―Catalina hablaba seca, enojada.
―¿Te puedo hacer una pregunta, hija, si no te enojás? Decime si es cierto que cuando tu madre te contó lo de Fiona, vos preguntaste por el gato.
Hubo un largo, incómodo silencio.
―Sílice es especial, papá. Yo le avisé a Fio…
Ricardo cortó. Y se puso a llorar como un marica.


Cuando Fiona despertó, no sonrió al ver a sus padres.
―Todo va a estar bien, ya pasó ―le dijo Gabriela acariciándole la mano―. Estamos contentos de que te sientas mejor. Tus amigos de la facultad están en la puerta. Hay un montón de gente rezando por vos, ¿sabés?
―Sí, hijita ―intervino Ricardo―. Lo que sea que haya pasado, ya no importa. Ni lo tenés que contar.
―Ese gato me odia ―dijo ella, débil.
―Es un animal, no entiende.
―¡Ustedes son los que no entienden, mamá! Catalina le hizo algo. Experimentos.
Ricardo y Gabriela se miraron. ¿Fiona deliraba?
A pesar de temer la respuesta, Gabriela preguntó:
―¿Qué experimentos?
―No sé.
―¿Y cómo sabés que el gato te odia?
La mirada fija, al frente, Fiona callaba.
Y, cuando se decidió a hablar, sus palabras tuvieron un tono opaco, neutro:
―Porque me lo dijo.



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