Obstrucción

No bien se despertó, Alejandra tanteó como pudo la mesa de luz y agarró el celular. Con ojos legañosos miró la pantalla: las diez y cincuenta y tres de la mañana. Un buen momento para levantarse.
Se había dormido pasada la medianoche, cuando terminó la telenovela. A esa hora, Manu roncaba desde hacía un buen rato. Pero claro: él se levantaba a las siete para ir a trabajar, pobrecito. Cuando ella volviese a conseguir un trabajo, también debería madrugar.
Pero el mercado laboral está tan difícil, se dijo, como para convencerse de que eso era una absoluta verdad.
Y en gran parte era verdad: no había ofertas, o las que había… Pretendían que ella fuera una esclava, que empezara sobándola bien de abajo. Eso era para las pendejas de veinte, no para una mina que rozaba los treinta, y que además tenía un posgrado en Económicas.
Las once y dieciséis. Alejandra se levantó, más que nada porque el estómago le crujía, y la vejiga le explotaba. El día no se presentaba muy interesante: tenía que ir de compras por el barrio, tal vez limpiar la casa, y destapar de una vez por todas el inodoro del baño chico. Hacía semanas que algo bloqueaba el desagote, y no se podía usar. Era una tarea mas para Manu que para ella, pero ya que estaba todo el día en casa, no le costaba nada hacer un rato de plomera.
Desayunó café y un buen trozo de lemon pie que había sobrado ―y se juró que esa misma tarde iría al gimnasio, que encima lo estaba pagando al pedo―. Si conseguía trabajo no podría seguir desayunando así, y al gimnasio iba a tener que cancelarlo. Pero si los dos trabajaban todo el día, entonces: ¿quién iba a hacer las compras? Por suerte no tenían hijos: eso sí que sería un incordio. Sí, se lo veía venir: conseguir un empleo, más que ayudar, complicaría todo.
Entre desayuno, televisión y un rato de jugar con el celular se hicieron las doce y media. Ya era tarde para salir a hacer compras. La mayoría de los locales cerraban a la una, mejor ir por la tarde.
Normalmente se hubiera preparado el almuerzo, pero el desayuno ―esa montaña de masa y merengue y crema de limón― había sido exagerado. Esos kilos de más ya sonrojaban al espejo.
¿Qué podía hacer? ¿Limpiar? Había pasado un trapo la semana pasada. No estaba tan sucio.
¿Ir al gimnasio? Mejor mañana. Antes los martes iba a lo de Wenceslao, su psicólogo, pero ahora ni eso: lo había dejado, aburrida de contarle siempre lo mismo.
Volvió a agarrar el celular: ya tenía una vida nueva en el juego. La usó, pero perdió rápido. Necesitaba buscarse una nueva actividad. Todavía era temprano para la novela de la tarde o para dormir la siesta. Se acordó del inodoro, y antes de que la pereza volviera, lavó la poca vajilla que había usado. Después se fue al baño a ver qué onda con ese puto tapón de pelos y papel. Y sí, qué otra cosa podía ser.
Se paró frente al inodoro y lo miró. Apretó el botón de descarga y observó cómo el remolino de agua subía hasta casi el borde de la taza, y bajaba… muy lentamente, demasiado lentamente. No sabía cuál era el procedimiento ortodoxo ante esa situación. Supuso que había algo más asqueroso que una bola de mugre y pelusas obstruyendo el desagüe. Pensar en meter la mano ahí le revolvió el estómago.
Fue hasta la computadora. En el buscador escribió: “inodoro tapado”, y le aparecieron miles de enlaces y videos. Entró a uno cualquiera. En él, pretendían venderle productos químicos específicos, pero los atascos que mostraban no eran ni por asomo tan apocalípticos como el de su baño. Para casos como ese recomendaban llamar a un especialista.
Definitivamente, no. Seguro que le cobraban una fortuna por un trabajo de cinco minutos.
Probó con la siempre fiel sopapa. Probó varias veces, pero no pasó nada.
Fue hasta el lavadero. No tenían muchas herramientas: algunos destornilladores, un par de pinzas, un martillo. Lo básico. Revolvió un poco y encontró un fino y maleable metro de alambre. Le dobló la punta formando un gancho y volvió al baño.
Sosteniéndolo desde arriba, metió en el hueco del desagote la punta doblada. Chocó contra algo blanduzco, le vinieron náuseas. Empujó, revolvió y sacudió con el alambre. Presionó el botón otra vez: ahora el remolino de agua amenazaba con rebalsar. Retrocediendo un paso, Alejandra se dijo que su método no estaba dando resultado. Al contrario: la estaba cagando mal. Y sonrió al advertir la pertinencia de la metáfora.
Esperó a que bajase un poco el nivel, insistió con más fuerza, pero el alambre era blando y se torcía.
Lo sacó. Una pasta entre marrón y negra ensuciaba la punta del gancho.
Recordó que en la cocina tenía guantes de látex. No le quedaba otra: debía sumergirse en la mierda.
Se puso un solo guante. Se quedó un rato tomando valor frente al inodoro. Suspiró, se arrodilló y metió en el agua hedionda la mano enguantada. Como si la mano vistiera un traje de buzo, el frío tardó en llegarle a los dedos: por suerte el guante no estaba pinchado.
Palpó el atasco. Presionó en el medio y cedió, pero no logró agujerearlo. ¿Cómo se había formado eso? Misterio. Está bien que ella tirara ahí la tierra y las pelusas cuando barría, pero eso no alcanzaba para taponar todo.
Metió la mano más adentro para empujar mejor. Por el puño del guante le entró “agua”.
―Queascoqueascoqueasco...
Estuvo a punto de levantarse y llamar a un plomero; pero no, ella podía: era una mujer fuerte, independiente. Usó esa bronca para empujar con todas sus fuerzas y lo logró: en la barrera de mugre se formó un agujerito. Sonó como cuando se quita el tapón de una bañera llena. Y ahora el agujero se agrandaba por la misma presión del agua. Alejandra le había puesto tanta garra a escarbar en la mierda, que ahora no pensaba rendirse.
Se estiró hasta el botón y lo apretó. El remolino ya no subía hasta el borde: era normal. Lo había conseguido, había destapado el inodoro. De haber sabido que era tan fácil, lo hubiera hecho antes. Se quitó el guante y lo tiró a la basura. Se lavó las manos un largo rato.
Envalentonada, y para asegurarse de que no quedaran vestigios, volvió a meter el alambre en el agujero y lo raspó contra las paredes. No fue mala idea, algo de mugre había quedado: pedacitos oscuros aparecieron flotando en el agua.
Y el alambre se quedó enganchado.
No había caso, no podía sacarlo. Hizo fuerza. El gancho se estiraba perdiendo su forma, después volvía a su sitio: alguna gomosidad lo retenía. Alejandra acercó las manos desnudas al borde del agua, y tiró con todas sus fuerzas hacia arriba.
El alambre se soltó de repente…
…y Alejandra cayó hacia atrás y se golpeó la nuca contra el toallero. Sonó a roto. Un dolor muy fuerte se le extendió por toda la cabeza. Se le nubló la vista, no supo dónde estaba.
Se apretó la cabeza: le dolía mucho, le latía como un tumor vivo. Miró hacia arriba: la toalla se había caído pero el toallero seguía intacto.
Se palpó la nuca hinchada, palpitante.
Algo en su pecho le llamó la atención. Una cosa gomosa. ¿Eso era lo que venía atascando el inodoro?
Y… ¿era lo que ella pensaba que era?
Seguro que por el envión de la caída, esa porquería había volado y se le pegó a la remera del piyama.
No tenía sentido, no podía ser que eso ―de ser lo que ella pensaba que era― hubiera estado en el desagüe de su baño.
Alejandra se olvidó del dolor, del asco, de la mugre y de dónde había venido eso. Lo agarró con dos dedos, lo alzó a la altura de sus ojos y lo analizó. Es que no podía ser.
Aunque , era.
Estaba sucio y roto…, pero sí: era un forro.
Ahí mismo, sentada en el baño, se puso a pensar cuándo había sido la última vez que ella y Manu habían hecho el amor. Le costó acordarse. Hacía dos meses, o tres. Eso sí: no habían usado forro. Desde hacía más de dos años, ella tomaba pastillas, y no habían vuelto a usar otro método anticonceptivo.
O sea, para resumir: ese forro no llevaba ahí tanto tiempo. Entonces… ¡lo usó con otra!
―Y en nuestra propia casa ―le dijo Alejandra a las paredes―. Y en mi cama.
¿Manu metiéndole los cuernos? No. Manu no le haría algo así.
Pero tenía la prueba.
—Hijo de puta. —Su voz la sorprendió al sonar calmada.
Se levantó, fue hasta el comedor.
Arrancó unas hojas del rollo de cocina, las tiró sobre el mantel y dejó en ellas el forro. Se sentó frente a esa goma de mierda y se la quedó mirando.
Seguía mareada. La cabeza le retumbaba con cada latido. Una puntada ―no sabía si por el golpe, o por lo que acababa de descubrir― partía desde la base del cuello y le atravesaba el cráneo hasta la frente.
Su mirada se perdió en el hipnótico péndulo del reloj que altivamente decoraba la sala. Lo habían conseguido en San Telmo a precio de baratija, y resultó una antigüedad, una reliquia. Con un simple cambio de engranajes, el reloj marcó rítmica y precisamente cada segundo que llevaban felizmente casados. A Alejandra se le ocurrió que sus pensamientos se movían igual que ese péndulo: de la negación, a la obvia prueba de la infidelidad.
—¿Cómo pudo hacerme una cosa así? A mí, que me desvivo por él. Que me levanto cada mañana para que la casa esté limpia, pensando en qué hacerle de cenar cuando llega cansado del trabajo.
¿Y cuándo había sido? Sí: el mes pasado, cuando ella tuvo esa entrevista laboral que al final no quedó en nada. Seguro que se trajo alguna putita al departamento, mientras ella, nerviosa y sola, se enfrentaba a esos buitres.
Claro. Seguro que esa sí le entregaba todo. Pervertido. ¡Cerdo!
Con razón él le insistía tanto con que buscara laburo. “Si tenemos dos sueldos, podemos ahorrar. Y además no estás todo el día encerrada sola, haciéndote la cabeza”. Como si en una oficina de mierda no estuviera más encerrada todavía.
Quería toda la casa para él, para llenarla de prostitutas.
—Hijo de puta —volvió a decir—. Si no anduvieras cogiendo por ahí, también podríamos ahorrar. Si yo no quiero otro trabajo. Festejé cuando me echaron. Estoy bien así.
Soy feliz así.
Y ojalá hayan sido putas. Seguro que fueron travestis. ¿O tendría una amante? Alguna perra de esas que se contonean por la oficina en trajecito y tacos altos. Eligen entre sus compañeros al más pelotudo, le destruyen el hogar y lo viven hasta conseguirse uno mejor: uno más pelotudo y con más guita.
—Seguro que se dejó llevar el muy baboso. Alguna forra de esas lo engatusó, le mostró el escote y…
Ella ya tenía casi treinta. Vieja y gorda. Y el guacho se aburrió. Y así, como si nada, la cambió por un modelo más nuevo. Alguna “exitosa” que trabajaba y estudiaba y hacía tremendos petes.
Justo a ella, que se desvivía por él.
―Esto no va a quedar así ―dijo. Y sus palabras acompañaron las campanadas del reloj.


Manu entró, la casa oscura y en silencio.
—¿Amor? Ale, ¿estás en casa?
Colgó el saco en el perchero y prendió la luz del living. La angustia le apretó el pecho: su preciado tesoro ―el que había marcado cada segundo de amor― se había detenido; el péndulo estaba quieto, no oscilaba siquiera. A pesar de que él no creía en esas cosas, lo consideró un mal presagio.
Caminó por el pasillo hasta el dormitorio, y por instinto retrocedió de un salto: parada frente a él ―la cara desencajada, los ojos rojos―, apareció Alejandra. Y empuñaba algo alargado.
—Puta madre, Ale —dijo, recuperando el aliento—. Me asustaste.
Sin decir una palabra, Alejandra levantó el martillo y se lo encajó en la cabeza, justo arriba de la oreja izquierda. Manu oyó como un trueno mudo, y la habitación giró, y todo se volvió oscuridad.


Cuando despertó, el dolor de cabeza era insoportable. Las sienes le latían, todo daba vueltas. Le costó darse cuenta de que estaba en el comedor de su propia casa. Más le costó entender que estaba atado a una silla.
—Al fin te despertás, hijo de puta.
Manu pestañeó, se notó pegoteado el costado de la cara y de la boca: por el olor, sangre coagulada.
—¿Que pasó, mi amor? ¿Ale…?
—No me llames más así. Amor, las pelotas. Perdiste ese derecho.
Manu intentó desatarse. Sacudió las muñecas. No sentía las manos, las ataduras le cortaban la circulación.
—¿Vos me ataste? ¿Qué te pasa? ¿Te volviste loca?
Alejandra sólo lo observó. A ella también le dolía la cabeza. Las revelaciones de las últimas horas y el golpe que se había dado en el baño no habían sido una buena combinación.
En otras circunstancias hubiera llamado a una ambulancia para asegurarse de no tener alguna lesión en el cerebro. Pero hoy no tenía tiempo. Había que vengarse. No, vengarse no: había que hacer justicia.
—¡Desatame, carajo! ¿Estás loca?
—Dónde te la cogiste. Cuántas fueron.
—¿De qué hablás?
—No te hagas el imbécil, imbécil. Sabés muy bien de qué hablo.
El imbécil hizo fuerza con los brazos, la silla crujió y se tambaleó.
—¡Ayuda, mi mujer se volvió loca! ¡Alguien que me ayude!
—Gritá todo lo que quieras. En esta ciudad, a todos les chupa un huevo todo.
Además, todo terminará pronto.
No iba a escaparse. Ella se había asegurado de eso. Había usado sus propias corbatas para atarlo a la silla. Las mismas corbatas que él usaba para ir a la oficina. Las mismas corbatas que esas trolas que tenía como compañeras le habían admirado y manoseado. Esas mismas que ella lavaba y planchaba, y se aseguraba de que quedaran perfectitas para que su maridito se luciese. Qué inocente había sido, qué pelotuda: lo entregó en bandeja de plata.
Manuel dejó de gritar y de sacudirse:
—¿Me podés decir lo que te pasa? Por qué me ataste.
—Un par de semanas que estuve un poco bajoneada, que no tuvimos relaciones, y ya tenías que meter otra mina acá, en casa.
La cara de Manuel simuló absoluta perplejidad.
¡Reconocelo, mentiroso de mierda!
—¿Qué pasó desde anoche ―Manuel se aclaraba la garganta, trataba de componer la voz―, que me acariciabas la cabeza mientras me quedaba dormido? ¿Qué hubo desde anoche hasta ahora? ¿Qué me perdí?
¡Falso!
Alejandra le dio un revés.
—¡Pero pará, loca!
—No me pongas esa cara. Ya lo descubrí. Admitilo de una vez, y terminemos con esto.
—No tengo nada que admitir. ¡Soltame! Soltame y charlemos como personas civilizadas. Es obvio que te pasó algo, o alguien te contó alguna mentira, y pensás que te engañé. Y eso no es cierto.
Alejandra dejó escapar el aire por la boca.
—¡Decime la verdad!
Alejandra sintió una nueva oleada de dolor que partió desde la nuca y se le expandió por toda la cabeza. Pensó que seguro le estaban saliendo unos cuernos de verdad, y no pudo evitar una carcajada.
―¿Alejandra, por qué no lo llamás a Wenceslao?
―¡Qué mierda tiene que ver mi psicólogo con tus putitas!
―¡Qué putitas, Alejandra! ¡Soltame!
¿Qué carajo tenía que hacerle al idiota para que reconociera que le había metido los cuernos?
―Cuando salgo a alguna entrevista, traes putas acá. A casa las traés.
—¿Qué? Si vos… ¿En qué momento?
Alejandra agarró el forro de arriba de la mesa.
—Y si no es verdad, ¿quién carajos usó esta mierda, decime? —Se lo puso delante de los ojos—. ¡Un forro era lo que atascaba el inodoro! ¡Un forro!
Manuel relajó el gesto. Rio cansado.
Te reís como te reías de mí, mientras te cogías a otra.
—No, Ale. Nunca te engañé.
Alejandra le tiró el forro en la cara, y le gritó que era un mentiroso:
―¡Mentiroso de mierda!
Rodeó al traidor ese, y con el mismo alambre que había usado para destapar el inodoro se puso a estrangularlo. Él se esforzaba por hablar, pero las palabras no salían porque el tiempo de las palabras ya había pasado.
El alambre le cortaba la carne y se hundía en el cuello. La sangre le ensuciaba la camisa y las piernas. Ese hijo de mil putas, que alguna vez ella había amado, boqueaba en busca de aire.
Se lo merece.
La cara hinchada, las venas azules de la sien, los ojos de sangre. Esos ojos que de soslayo le rogaban a ella detenerse.
Pero ella no se detuvo.
—Nunca te engañé, mi amor. Te amo, pero como últimamente estabas tan distante, tan deprimida, ante cualquier insinuación me rechazabas. Y yo me sentía frustrado. No me quedó otra que recurrir a mis manos. Y, para hacerlo más interesante, distinto, algunas veces usé preservativo.
Manu se imaginó diciendo esas palabras, palabras que nunca salieron de sus labios. Mientras, su corazón latía en las últimas.
Cuando Alejandra terminó ―terminó en un orgasmo glorioso―, el alambre se había incrustado varios centímetros en el cuello. Sus propias manos tenían heridas profundas.
Se recostó ahí mismo, sobre ese charco oscuro. El dolor en la nuca pulsaba insoportable. Las puntadas, cada vez más fuertes. Una contractura, el cuello duro, insensibilidad en su brazo izquierdo.
Algo se le había roto en el golpe contra el toallero: seguramente tenía un coágulo, una obstrucción.
―Y esto también es culpa tuya ―le dijo al muerto, que parecía dormido.
Dormir, sí. Dormir un rato le haría bien a Alejandra.
No tenía tiempo de arrastrarse hasta la cama, no llegaba ni le daba el cuerpo. Todo empezaba a nublarse.